Hay una realidad estructural en el sistema educativo español que rara vez ocupa titulares, pero que atraviesa la vida de miles de personas con nombres y apellidos. Es la realidad de los maestros y maestras que estudiaron una carrera universitaria movidos por una profunda vocación docente, que se prepararon durante años para educar, y que, sin embargo, no llegaron a ejercer o acabaron abandonando la profesión.
Hablar de ellos no es abrir una herida; es poner palabras a un silencio colectivo.
Una carrera elegida por vocación, no por azar
Elegir Magisterio no suele ser una decisión improvisada. Quien entra en esta carrera lo hace, en la mayoría de los casos, con una motivación profundamente ligada al sentido de servicio, al compromiso social y a la creencia de que la educación puede transformar realidades.
Durante los años de formación universitaria, el futuro maestro no solo adquiere conocimientos teóricos. Construye una identidad profesional. Aprende a mirar a la infancia con otros ojos, a entender el desarrollo emocional, cognitivo y social, a diseñar propuestas educativas, a reflexionar sobre la inclusión, la equidad y la atención a la diversidad.
Las prácticas en centros educativos refuerzan esa identidad. Muchos estudiantes descubren ahí que están en el lugar correcto. Que el aula les interpela. Que acompañar a un niño o una niña en su aprendizaje tiene sentido.
Y, sin embargo, esa vocación tan sólida no garantiza un futuro profesional.
El muro de las oposiciones: cuando el sistema no mide la vocación
El sistema de acceso a la función pública docente se presenta, en teoría, como un mecanismo objetivo de selección. En la práctica, para miles de aspirantes, se convierte en un proceso emocionalmente desgastante, prolongado en el tiempo y cargado de incertidumbre.
Hay opositores que no aprueban por décimas. Otros que superan las pruebas, pero se quedan fuera por baremo. Otros que encadenan convocatorias sin lograr una plaza estable. Y, en todo ese proceso, la vocación no se evalúa, la resiliencia no se mide y el compromiso educativo no puntúa.
El sistema selecciona resultados, pero no siempre selecciona personas con auténtica vocación docente. Y eso tiene consecuencias.
Aprobar sin plaza: la frustración de quedarse a medio camino
Existe una situación especialmente dolorosa: la de quienes aprueban las oposiciones, pero no obtienen plaza. Personas que han demostrado conocimientos, competencia pedagógica y capacidad profesional, pero que se quedan en una tierra de nadie.
A partir de ahí comienza, para muchos, una etapa de interinidad prolongada o de espera indefinida. Cambios constantes de centro. Falta de estabilidad vital. Dificultad para planificar un proyecto de vida. Sensación de estar siempre “a prueba”.
Con el paso del tiempo, el desgaste se acumula. La ilusión inicial se transforma en cansancio. Y lo que empezó como un sueño vocacional puede acabar convirtiéndose en una carga emocional difícil de sostener.
El abandono silencioso de una profesión que se ama
Cuando un maestro decide dejar la docencia, rara vez lo hace de forma abrupta. Es un proceso lento, silencioso y, en muchos casos, doloroso. Se va gestando entre convocatorias fallidas, contratos temporales, incertidumbre constante y una sensación creciente de no avanzar.
Quienes abandonan suelen hacerlo con culpa. Con la idea de haber fallado. Pero la realidad es otra: abandonar no siempre es rendirse; a veces es protegerse.
Muchos acaban trabajando en sectores alejados de la educación, llevando consigo una vocación que no se apaga del todo. Siguen mirando la escuela con interés. Siguen preocupándose por la infancia. Siguen siendo maestros, aunque no estén en un aula.
El impacto emocional: lo que no se cuenta del opositor
El discurso oficial habla de esfuerzo, mérito y perseverancia. Pero rara vez se habla del impacto emocional del proceso opositor: ansiedad, pérdida de autoestima, bloqueo cognitivo, sensación de estancamiento o fracaso personal.
Para algunos, opositar se convierte en una identidad que lo absorbe todo. Y cuando el resultado no llega, la caída es dura. No solo se cuestiona una nota, se cuestiona la propia valía profesional.
Este desgaste no es individual; es sistémico. Y debería ser abordado desde una perspectiva más humana y acompañada.
¿Qué pierde la educación con estas salidas?
Cada maestro vocacional que se queda fuera del sistema educativo supone una pérdida colectiva. Se pierden profesionales comprometidos, miradas diversas, experiencias vitales que enriquecerían las aulas.
La educación pierde cuando expulsa, por agotamiento, a quienes quieren educar. Pierde calidad, pierde humanidad y pierde referentes para las nuevas generaciones.
No todo buen docente es quien mejor examen hace en un día concreto. Y no todo suspenso define la competencia pedagógica de una persona.
Repensar el valor del docente más allá de una nota
Este no es un alegato contra las oposiciones, sino una llamada a la reflexión. Tal vez ha llegado el momento de repensar cómo cuidamos a nuestros futuros docentes, cómo acompañamos los procesos largos y cómo reconocemos el valor profesional más allá de una calificación puntual.
La educación necesita docentes formados, sí, pero también sostenidos emocionalmente, reconocidos y valorados en su trayectoria, no solo en un examen.


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